viernes, 28 de febrero de 2014

Sonata para un buen hombre

Alto y desgarbado, de piel blanca hasta llegar a ser transparente, Leandro es un chico especial en su instituto. De pequeño se llegaron a plantear si sería un niño con carencias mentales. Pero sin hacer mucho ruido y de manera inexplicable conseguía aguantar curso a curso el ritmo de los compañeros de su generación. En su cara se podían observar multitud de lunares marrones que le conferían un aspecto extrañamente melancólico, era algo así como un animal de lunares en un cuerpo parecido al de la pantera rosa.

A todo esto había que sumarle una voz afrutada que parecía haberse detenido en los diez años y decidió no acompañar al personaje en su paso por la pubertad. Una vestimenta desaliñada e impersonal, sonrisa de ardilla y boca cargada de dientes que enseñaba sin rubor. Para ser justos también hay que decir que sus ojos, dentro de una cara pálida y punteada, destacaban por enseñar al felino que escondían.

Los últimos años de instituto los pasó tratando de ser invisible -algo bastante difícil pues atraía burlas cada vez que respiraba-, concentrado en entender porqué era tan diferente al resto. Fue habitual verle volar con la mente imaginando ser un miembro más avanzado de nuestra especie, una mutación futura de algo en lo que llegaremos a ser… tras mucho esfuerzo, claro. Pero la realidad era bien distinta; poseía una innata incapacitación para coordinar su cuerpo en realizar cualquier actividad física, de hecho en alguna ocasión era capaz de tropezarse consigo mismo.

En el silencio de su pubertad descubrió la flauta de pan -entre otros descubrimientos relacionados con su cuerpo y el deseo… pero esto ya es otra historia- de la que se enamoró a primera vista. Parecía haber nacido para soplar aquella vara con agujeros.

De manera autodidacta mejoraba a gran velocidad, saltando escalones por encima de sus compañeros del conservatorio, lugar al que le habían matriculado tardíamente sus padres al verlo tan ilusionado en algo.

Cierto día, su profesor de clarinete -instrumento al que pasó rápidamente debido a su mayor gama de colores- escéptico y humillado ante el artista al que poco podía enseñar ya le dijo que había sido tocado por los dioses. Y después de una insípida perorata acabó rogándole que se marchara de su aula pues le dejaba en mal lugar.

Corrió a casa buscando en un viejo libro una frase que le diera algún sentido a su camino.
- <<¡Aquí está!; …el amado por los Dioses muere joven>>, parecía estar advirtiéndole cierto poeta griego.

- <<De acuerdo…>>, agarró el clarinete ansioso y compuso su epitafio sonoro. Una melodía desgarrada, sincera, solitaria y única que apaciguara a quién la escuchase. Que lograra sacar todo lo bueno del ser humano fundiéndolo en un estado de serenidad eterna. Las notas iban saliendo de manera natural, sin presión y bajo unos compases continuos y embaucadores. A medida que pasaban los minutos sentía como si algo en su interior le avisara de que se trataba de una mágica fábula. Una composición jamás escuchada y que difícilmente se lograría igualar.


Finalizó exhausto, tras la media hora más fructífera de la historia de la música. Le dio al pause en su grabadora de mano y cayó en un largo sueño de felicidad. Sonriendo se marchó en ensoñaciones sabiendo con certeza que gracias a su sonata ya sería aceptado por el mundo: la música amansa a las fieras…

Jóven toca el sittar ante la mirada de su mujer e hijo.
India Julio 2011. La isla sin Camarón.

El de la imagen no es, evidentemente, el bonito ser parecido a la pantera rosa del relato, pero es que no tengo fotos de él porque sólo estaba en mi imaginación... ahora también en la tuya. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Los 65 del flaco

Si les mento a un tal Joaquín Ramón Martínez Sabina, natural de Úbeda, es posible que no les suene de gran cosa. Pero si les hablo de Joaquín Sabina es más que probable que ya sepan a quién me refiero. Habrá algunos que ni aún así conozcan a este artista, pero a buen seguro hayan escuchado alguna de sus numerosas y exitosas canciones.

El caso es que este señor que me susurró en muchas ocasiones su música y del que una época llegué a aprenderme un largo puñado de sus temas, ha cumplido antes de ayer los 65 años. Aquella edad a la que Paul McCartney nos cuestionaba si seguiríamos siendo amados en la armoniosa When I´m sixty-four (¡ah!, que quiere decir 64... pues nada, disculpen mi osadía) y a la que Sabina tiene la fortuna de que le soporte la incombustible Jimena1.

Y que mejor efeméride que hablar de tal insigne personaje en este blog, que entre otras muchas razones toma prestado de un verso de la preciosa Así estoy yo sin tí su nombre (curiosamente escrita en la isla del Hierro, cuando Sabina era un hippie barbudo). Como ya dije en otra entrada (20 años sin el principe gitano), algún día quizás me arranque a explicar el nombre de este bitácora cibernético, pero eso ya es otra historia...



Foto: Javier Krahe, J. Sabina y Alberto Pérez. 
Cuando era más joven y viajó en sucios trenes que iban hacia el norte.

Para festejar la existencia del autor de tantas maravillosas letras, del etiquetado por algunos como el Quevedo contemporáneo, me apetece rescatarles una canción que me parece increíble y oculta además una bella historia a sus espaldas. Se trata de un tema que se escribió a partir de una carta que el subcomandante Marcos le hizo llegar a Joaquín Sabina en una de sus visitas a México. La carta, al igual que los versos que la acompañaban de puño y letra del insurgente combatiente, fueron recibidos con temor por un Sabina al que se encomendaba la difícil misión de completarlos y hacer con ellos una canción. En cierta ocasión, el cantante desvelaba que tardó años en abordar el trabajo, pues no se sentía capacitado a cometido de tal envergadura.

La historia de esta canción, así como el extracto de la carta y su bello motivo, lo puedes encontrar en este enlace: Carta del Subcomandante Marcos a Sabina. Y a continuación la letra definitiva del tema, dónde se perciben dos tipos de composición diferenciada; las tres primeras estrofas son del Sub. Marcos y las restantes de Sabina.


Como si llegaran a buen puerto mis ansias
Como si hubiera donde hacerse fuerte
Como si hubiera por fin destino para mis pasos
Como si encontrara mi verdad primera

Como traerse al hoy cada mañana

Como un suspiro profundo y quedo
Como un dolor de muelas aliviado

Como lo imposible por fin hecho,
como si alguien de veras me quisiera,
como si al fin un buen poema me saliera...
una oración

Como si la arena cantara en el desierto
los cantos de sirena del mar Muerto
Como si para crecer sobraran las escaleras,
como si escribiera un ciego un libro abierto.

Ven a poblar el zócalo de ojos,
siembra de migas de pan caliente
mis canas de alcanfor adolescente.

Ponle al sordo voz y alas al cojo,
bendice nuestro arroz, nuestro minuto,
como si no fuéramos cómplices del luto...
del corazón.



Mostrando lo poquito que le quedaba de su persona. Fuente: EL PAÍS
Celebrando pues su cumpleaños -sus cuarenta y veinticinco podría definirlo él-, su confirmado disco que en breve podremos escuchar, que hoy es 14 de febrero -San Valentín para los que como yo no prestamos gran atención a ese tipo de citas- y sobre todo, su mayor legado, que es su música y letras, les dejo con algunos enlaces más de canciones en los que se habla de amor/desamor y todas esas historias raras que van de la mano.


Y como dijo algún sabio, cuyo nombre me reservo; quise, me quisieron, dejé, me dejaron, reí, soñé, lloré, amé,... ¡¡pero sigo vivo!!

 
1. Enlace a fantástica entrevista de Juan José Millas a Sabina en la que al final aparece Jimena.

viernes, 7 de febrero de 2014

Letras en el atardecer

Sin previo aviso, mi cerebro me rescató cierta historia olvidada, cargada de la nostalgia familiar y pasión por las letras de las que tanto nos gusta escribir a los que de una forma u otra disfrutamos almibarando lo cotidiano.

Hace ya varias décadas fallecía mi abuelo prematuramente a causa de una fulminante enfermedad. Por aquel entonces yo rondaba la decena y mi visión no superaba la cintura de un adulto. Como muchos niños de mi edad, vivía feliz y absolutamente ajeno a desgracias, enfermedades o angustias existenciales. Mis argumentos vitales se centraban en aspectos muy primarios; jugar, no molestar excesivamente y ser educado con las personas mayores -en aquel momento se refería básicamente a todo el mundo-.

El hecho es que a mi abuelo le anunciaron un diagnóstico que derrumbaría al más optimista. Le quedarían mañanas, eso es cierto. Pero el pasado mañana no cabría en su calendario. En su caso sí que se encontraba a partir de ese día echando días para atrás.

Sin un futuro al que esperar, sesudamente planteó un presente poético. Con calma y acierto trató de encontrar lo más cercano al paraíso que había conocido en su dilatada existencia. Buscó con sencillez los lugares comunes en dónde fue más feliz y sintió más cómodo.

Tras un paréntesis de soledad y tristeza de la que nadie puede llegar a ser partícipe por mucho que se esfuerce, mi abuelo llegó a una firme conclusión. En silencio y casi sin destapar su plan final, sus pensamientos fueron siendo ordenados de manera natural para disfrutar de sus últimos meses como mejor sabía.

El primer paso que dispuso, era sencillo; deleitarse como siempre hizo de la compañía de su familia, aquellos por los que sin su amor no hubiera valido la pena pasar por este mundo. Sin hacer alardes excesivos continuó saboreando cada instante a su lado mostrando su humanidad, siempre que su cuerpo se lo permitía.

Al mismo tiempo, regalaría la mejor versión a su fiel musa, su compañera y amada esposa que nunca desfallecería a pesar de los envites. A cambio sabía que podría contar con ella y su eterna sonrisa en los momentos más crudos. Ella era su razón de ser.

Por último, sabiendo de su precariedad física, decidió tomar largo tiempo a su gran pasión: leer. Y leyó, vaya si lo hizo. Mi abuelo, tomó la noble decisión de disfrutar de aquellos libros que de alguna u otra manera le habían marcado su existencia.

Así, con un ritual que había ido perfeccionando a lo largo de décadas de extraordinario deleite, con un tiempo que decidió tomarse de premio a la vida, comenzó a paladear con calmada premura la literatura.

Cada tarde se acomodó en el viejo sillón del cuarto de estar. Aquel sofá de color verde y estampado de pajaritos que tantos atardeceres habían alumbrado sus ojos, dejando pasar el ocaso entre las letras de novelas de intriga y misterio. Dejaba caer su quijotesca figura cruzando una pierna sobre la otra. Metódicamente colocaba su gafas de vista y, con gesto tranquilo, quitaba el marcador del libro para regresar con pasión a su exclusivo mundo.

Comenzó por la estantería situada bajo la escalera. Quería rescatar de los anales de su memoria aquellos libros clásicos que una vez disfrutó pero casi no recordaba. La Odisea de Omero, el Decamerón, Dickens, Lorca, Cervantes o Quevedo.

En ocasiones hacía intervalos con novelas contemporáneas. Ahí se le podía incluso ver esbozar una mueca de satisfacción o fruncir el ceño intrigado con su temática favorita: la ciencia ficción. Poco a poco fue devorando gran parte de su extensa biografía de Isaac Asimov. A media tarde, y según iba finalizando libros, transitaba excitado a otras estantería situadas en diferentes estancias de la casa. Pasó por el cuarto de invitados, por el mueble del pasillo, la habitación azul y su estantería tras la puerta, y en cada una encontraba motivos literarios para volver a emocionarse.

Según consumía más literatura, su maltrecha salud se fue marchitando. Durante las últimas semanas debían llevarle a la cama los libros que deseaba zamparse. Pero hasta el último momento la enfermedad no fue capaz de robarle su hambre por las letras.

Es curiosa la manera en que funciona la memoria. Aún hoy recuerdo su mesita de noche con varios libros apilados esperando ser consumidos por él.


Según pude vagamente escuchar, desde los oídos de un infante que atiende fugazmente una conversación entre adultos algo así como: "fue una manera de entretenerse mientras estuvo enfermo". Yo sé que se trataba de algo más, de una manera épica y valiente de seguir viviendo. De hacerse eterno en las páginas de unos libros que le habían hecho vivir. De buscar lugares comunes en los que comenzar a descansar sin ser visto.


A mi abuelo. A quién aún hoy recuerdo llamarme con cariño "individuo en cuestión".