Alto y desgarbado, de piel blanca
hasta llegar a ser transparente, Leandro es un chico especial en su instituto.
De pequeño se llegaron a plantear si sería un niño con carencias mentales. Pero
sin hacer mucho ruido y de manera inexplicable conseguía aguantar curso a curso
el ritmo de los compañeros de su generación. En su cara se podían observar
multitud de lunares marrones que le conferían un aspecto extrañamente
melancólico, era algo así como un animal de lunares en un cuerpo parecido al de
la pantera rosa.
A todo esto había que sumarle una
voz afrutada que parecía haberse detenido en los diez años y decidió no
acompañar al personaje en su paso por la pubertad. Una vestimenta desaliñada e
impersonal, sonrisa de ardilla y boca cargada de dientes que enseñaba sin
rubor. Para ser justos también hay que decir que sus ojos, dentro de una cara
pálida y punteada, destacaban por enseñar al felino que escondían.
Los últimos años de instituto los
pasó tratando de ser invisible -algo bastante difícil pues atraía burlas cada
vez que respiraba-, concentrado en entender porqué era tan diferente al resto. Fue
habitual verle volar con la mente imaginando ser un miembro más avanzado de
nuestra especie, una mutación futura de algo en lo que llegaremos a ser… tras
mucho esfuerzo, claro. Pero la realidad era bien distinta; poseía una innata incapacitación
para coordinar su cuerpo en realizar cualquier actividad física, de hecho en
alguna ocasión era capaz de tropezarse consigo mismo.
En el silencio de su pubertad
descubrió la flauta de pan -entre otros descubrimientos relacionados con su
cuerpo y el deseo… pero esto ya es otra historia- de la que se enamoró a primera
vista. Parecía haber nacido para soplar aquella vara con agujeros.
De manera autodidacta mejoraba a
gran velocidad, saltando escalones por encima de sus compañeros del
conservatorio, lugar al que le habían matriculado tardíamente sus padres al verlo
tan ilusionado en algo.
Cierto día, su profesor de
clarinete -instrumento al que pasó rápidamente debido a su mayor gama de
colores- escéptico y humillado ante el artista al que poco podía enseñar ya le
dijo que había sido tocado por los dioses. Y después de una insípida perorata
acabó rogándole que se marchara de su aula pues le dejaba en mal lugar.
Corrió a casa buscando en un
viejo libro una frase que le diera algún sentido a su camino.
- <<¡Aquí está!; …el amado por los Dioses muere joven>>,
parecía estar advirtiéndole cierto poeta griego.
- <<De acuerdo…>>,
agarró el clarinete ansioso y compuso su epitafio sonoro. Una melodía
desgarrada, sincera, solitaria y única que apaciguara a quién la escuchase. Que
lograra sacar todo lo bueno del ser humano fundiéndolo en un estado de
serenidad eterna. Las notas iban saliendo de manera natural, sin presión y bajo
unos compases continuos y embaucadores. A medida que pasaban los minutos sentía
como si algo en su interior le avisara de que se trataba de una mágica fábula.
Una composición jamás escuchada y que difícilmente se lograría igualar.
Finalizó exhausto, tras la media
hora más fructífera de la historia de la música. Le dio al pause en su grabadora de mano y cayó en un largo sueño de felicidad.
Sonriendo se marchó en ensoñaciones sabiendo con certeza que gracias a su
sonata ya sería aceptado por el mundo: la música amansa a las fieras…
Jóven toca el sittar ante la mirada de su mujer e hijo. India Julio 2011. La isla sin Camarón. |
El de la imagen no es, evidentemente, el bonito ser parecido a la pantera rosa del relato, pero es que no tengo fotos de él porque sólo estaba en mi imaginación... ahora también en la tuya.