viernes, 13 de mayo de 2016

Me olvidé de mí

La chica que observa el mar desde su casa del Malecón.





















Hace rato que debe haber pasado la hora del almuerzo. Los latidos en mi sien no cesan. Alguien debería avisarnos de lo duro que resulta estar en este barrio.

En la cocina, la losa acumulada desde hace una semana certifica la defunción de mi voluntad de estar socialmente activa. El olor a café quemado en los bordes del camping gas, unido al hermetismo de la estancia repelen cualquier intento de acercamiento.

En mi cabeza, se sacuden ideas macabras aleatoriamente junto a fogonazos de energía muy cortos. Gotitas de positivismo que me intentan mover del sofá pero que lo único que esperan de mí es converitrme en otra persona diferente. Sueño con conocer otro mundo, colarme en una vida de colores y que nadie me vuelva a juzgar. Introducirme en cuerpos desconocidos de gente anónima que sale a comprar el pan y sonríe al hablar.

Diez veces por segundo instalo las cortinas en mi mente, culpándome a mí de mi destino, pero sintiendo que la culpa es de los demás. Nunca me entendieron. De qué sirve toda esta vida, qué motivos tengo yo para empujar este estúpido cuerpo si a nadie le intereso.

Durante horas cambio de canales sin rumbo y con el volumen al cero. No recuerdo que es lo que quiero ver o a lo mejor es que no hay nada que esté hecho para mí. Tan horrible, que esté hecho para gustarle a una chica como yo.

El martilleo se difumina, hasta convertirse en un molesto aleteo incesante que deja prioridad a las náuseas y ganas de vomitar. Ahora sólo quiero desaparecer, ya no pretendo ser nada mejor que ser nada. Me tapo con una manta gris hasta la nariz deseando que ni yo misma consiga localizarme. No merezco que nadie sepa que existo, no me quiero, no me reconozco, me odio. Me odio. Me odio.

Con alevosía la oscuridad va apagando la poca luz que ilumina mi salón. Los sonidos de la noche se cuelan por la ranura de la llave, por los poros de mi casa que aunque lo intente no consiguen aislarme del mundo.

Me duermo a ratos, deseando no volver a esta vida. Sólo veo oscuridad en mis sueños. Caminos infinitos. Océanos profundos, risas que se burlan de mí y ojos que me miran juzgándome.

De pronto, el dolor cesa. De mi cabeza desciende agua tibia que relaja mi ceño. Mi boca decide sonreír sin permiso. Los muros de mi casa se derriten cómo si la primavera besara sus cimientos para que despierte de un letargo absurdo. Todo se transforma a gran velocidad. Aprieto la manta a modo de escudo con mis puños, buscando atemorizada una explicación. Pero ya no hay vuelta atrás. Oigo las olas del malecón rugir a los escasos 10 metros de mi casa. Esos 10 metros que hace horas eran infinitos.

Me incorporo grácilmente, asombrada por mi vitalidad. El sol encandila mi piel, ya no olfateo el café requemado de la cocina. Por mis fosas nasales entra olor a musgo, salud, vida, arena, cielo, paz.

Mis primeros pasos los doy vacilante hasta que me giro y veo que mis huellas son profundas, cargadas de arco iris. Mi alma se convierte en una fuente de aire que oxigena todo lo que me rodea. Paladeo el sabor de estar viva y despego.

Ya no veo lagunas laberínticas, ya no estoy sola.