Sin previo aviso, mi cerebro me rescató cierta historia olvidada, cargada de la nostalgia familiar y pasión
por las letras de las que tanto nos gusta escribir a los que de una forma u
otra disfrutamos almibarando lo cotidiano.
Hace ya varias décadas fallecía
mi abuelo prematuramente a causa de una fulminante enfermedad. Por aquel
entonces yo rondaba la decena y mi visión no superaba la cintura de un adulto.
Como muchos niños de mi edad, vivía feliz y absolutamente ajeno a desgracias,
enfermedades o angustias existenciales. Mis argumentos vitales se centraban en
aspectos muy primarios; jugar, no molestar excesivamente y ser educado con las
personas mayores -en aquel momento se refería básicamente a todo el mundo-.
El hecho es que a mi abuelo le anunciaron un
diagnóstico que derrumbaría al más optimista. Le quedarían mañanas, eso es
cierto. Pero el pasado mañana no cabría en su calendario. En su caso sí que se
encontraba a partir de ese día echando días para atrás.
Sin un futuro al que esperar, sesudamente planteó un presente poético. Con calma y acierto trató de encontrar lo más cercano al paraíso que había conocido en su dilatada existencia. Buscó con sencillez los lugares comunes en dónde fue más feliz y sintió más cómodo.
Sin un futuro al que esperar, sesudamente planteó un presente poético. Con calma y acierto trató de encontrar lo más cercano al paraíso que había conocido en su dilatada existencia. Buscó con sencillez los lugares comunes en dónde fue más feliz y sintió más cómodo.
Tras un paréntesis de soledad y
tristeza de la que nadie puede llegar a ser partícipe por mucho que se
esfuerce, mi abuelo llegó a una firme conclusión. En silencio y casi sin destapar
su plan final, sus pensamientos fueron siendo ordenados de manera natural para
disfrutar de sus últimos meses como mejor sabía.
El primer paso que dispuso, era
sencillo; deleitarse como siempre hizo de la compañía de su familia, aquellos
por los que sin su amor no hubiera valido la pena pasar por este mundo. Sin
hacer alardes excesivos continuó saboreando cada instante a su lado mostrando
su humanidad, siempre que su cuerpo se lo permitía.
Al mismo tiempo, regalaría la mejor versión a su fiel musa, su compañera y amada esposa que nunca desfallecería a pesar de los envites. A cambio sabía que podría contar con ella y su eterna sonrisa en los momentos más crudos. Ella era su razón de ser.
Por último, sabiendo de su precariedad física, decidió tomar largo tiempo a su gran pasión: leer. Y leyó, vaya si lo hizo. Mi abuelo, tomó la noble decisión de disfrutar de aquellos libros que de alguna u otra manera le habían marcado su existencia.
Así, con un ritual que había ido perfeccionando a lo largo de décadas de extraordinario deleite, con un tiempo que decidió tomarse de premio a la vida, comenzó a paladear con calmada premura la literatura.
Al mismo tiempo, regalaría la mejor versión a su fiel musa, su compañera y amada esposa que nunca desfallecería a pesar de los envites. A cambio sabía que podría contar con ella y su eterna sonrisa en los momentos más crudos. Ella era su razón de ser.
Por último, sabiendo de su precariedad física, decidió tomar largo tiempo a su gran pasión: leer. Y leyó, vaya si lo hizo. Mi abuelo, tomó la noble decisión de disfrutar de aquellos libros que de alguna u otra manera le habían marcado su existencia.
Así, con un ritual que había ido perfeccionando a lo largo de décadas de extraordinario deleite, con un tiempo que decidió tomarse de premio a la vida, comenzó a paladear con calmada premura la literatura.
Cada tarde se acomodó en el viejo
sillón del cuarto de estar. Aquel sofá de color verde y estampado de pajaritos que tantos atardeceres habían alumbrado sus
ojos, dejando pasar el ocaso entre las letras de novelas de intriga y misterio. Dejaba caer su quijotesca figura cruzando una pierna sobre la otra.
Metódicamente colocaba su gafas de vista y, con gesto tranquilo, quitaba el
marcador del libro para regresar con pasión a su exclusivo mundo.
Comenzó por la estantería situada
bajo la escalera. Quería rescatar de los anales de su memoria aquellos libros
clásicos que una vez disfrutó pero casi no recordaba. La Odisea de Omero, el
Decamerón, Dickens, Lorca, Cervantes o Quevedo.
En ocasiones hacía intervalos con
novelas contemporáneas. Ahí se le podía incluso ver esbozar una mueca de
satisfacción o fruncir el ceño intrigado con su temática favorita: la ciencia
ficción. Poco a poco fue devorando gran parte de su extensa biografía de
Isaac Asimov. A media tarde, y según iba finalizando libros, transitaba
excitado a otras estantería situadas en diferentes estancias de la casa. Pasó
por el cuarto de invitados, por el mueble del pasillo, la habitación
azul y su estantería tras la puerta, y en cada una encontraba motivos literarios para volver a emocionarse.
Según consumía más literatura, su
maltrecha salud se fue marchitando. Durante las últimas semanas debían
llevarle a la cama los libros que deseaba zamparse. Pero hasta el último
momento la enfermedad no fue capaz de robarle su hambre por las letras.
Es curiosa la manera en que
funciona la memoria. Aún hoy recuerdo su mesita de noche con varios libros
apilados esperando ser consumidos por él.
Según pude vagamente escuchar,
desde los oídos de un infante que atiende fugazmente una conversación entre
adultos algo así como: "fue una manera de entretenerse mientras estuvo enfermo".
Yo sé que se trataba de algo más, de una manera épica y valiente de seguir
viviendo. De hacerse eterno en las páginas de unos libros que le habían hecho vivir. De buscar lugares comunes en los que comenzar a descansar sin ser
visto.
A mi abuelo. A quién aún hoy recuerdo llamarme con cariño "individuo en cuestión".
Muy bonito, Quique. Tu abuelo supo responder a la certeza del fin próximo de la mejor manera, con serenidad y disfrutando. Mi admiración por él.
ResponderEliminarDon Adolfo, es usted muy amable y reconfortante. Gracias por sus palabras y no podrá imaginar cuanto me satisfacen sus palabras.
EliminarSaludos amigo.