Recuerdo la brisa marina del sur que
me forzó a cerrar los párpados. El sabor del mar y mi mochila cargándose de un sol
iracundo. Paladeo el áspero vino de Juansito en las noches preuniversitarias
cuando repican las campanas británicas que anuncian el fin de una noche de
pintas.
Repaso el primer libro que empujó
algunas lágrimas sobre unas mejillas imberbes, aquella novela que ordenaban
leer en la extinta EGB. Mi primer y antepenúltimo beso, la infancia, los Beatles,
Sabina o Blur, Wonder, Rodríguez, Morrison o Vega… mis iniciales incursiones en
la cocina mediante el mojo picón, o el frío de Guajara en la noche lagunera del
turno de tarde.
Las imágenes, bajo un filtro
vintage, se acumulan en mi cabeza sacudiéndose aleatoriamente con el despertar
primaveral. Obligado a pasar una temporada en el sofá -afortunadamente
desacostumbrado- revivo en los pasos de una vida optimista. Capitulo imágenes
en pequeñas sesiones de sueño, hastío y decreciente dolor, custodiado por amor
y gentes.
Y en continuas modorras incipientes
el techo se desploma, se desvanecen los muros de mi cálido hogar. Se desfloran
recuerdos de páginas escritas en mil historias condensadas en una simple vida
que llega a un ecuador acicalado.
Recupero consciencia; empujo
garganta abajo un calmante tras un buche de agua con gas y recuerdo que acostumbro
a vivir siguiendo los latidos de mi pecho, por encima de los consejos de mi
cabeza.
Miro el folio en blanco. Me animo
a dibujar sonrisas que nunca olvidaré, personas que no se marcharán. Entra
nuevamente un cálido sol por mi salón y apago el cerebro redescubriendo viejos
discos que acercan lugares y momentos…
Aún sigo en uno de esos días de
verano que duran más que en invierno.
Funambulista. El Médano (Tenerife). Marzo 2014. LISC |
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