martes, 3 de diciembre de 2013

El club del beso

A unas manzanas de mi colegio se cruzó en mi tierno destino un lugar mágico de los que sólo se ven en los cuentos. Un extraño día me adentré en "El caballero de la triste figura", librería que por su aspecto es posible que la hubiera puesto en pié el propio Cervantes.

La primera impresión, tras cruzar su estúpida puerta averiada, no pudo ser peor. Entre libros desordenados , polvo y escasa iluminación se encontraba, tras un diminuto pasillo recargado de novelas de aventuras, atlas del mundo y libros de Carl Sagan apilados debatiendo las leyes de la gravedad, un desaliñado mostrador del que a modo de altar emergía un bajito pero carismático dependiente.

Pidiendo explicaciones con un inexplicable lenguaje gestual acerca de qué coño hacías en su establecimiento, mantenía un atractivo duelo de miradas. Parecía probar a cada visitante para saber si era lo suficientemente duro como para entrar en su establecimiento. Como al tiempo supe, este malas pulgas diminuto era el dueño y señor de aquel extraño espacio. Se trataba de un antiguo mando de las falanges aferrado a los tiempos de la opresión franquista. Su nombre, Don Celestino, poco o nada tenía de ver con su carácter. Tenía una cara redonda y carnosa, algo enrojecida, y unas horribles gafas que no conseguían disimular unos ojos bañados en odio. Su ropa era sencilla y siempre tuve la sensación de que sólo tenía una camisa con la que vestía a diario; una deslucida prenda azul cielo de blancos botones muy parecida a la que utilizaban los barberos en aquel tiempo.

Tras ver el panorama, en mi primera incursión, decidí que no entraría más en aquella cueva en la que habitaba un auténtico ogro. O eso pensaba yo.

Unos meses después, en el habitual recreo que yo malgastaba jugando a un deporte que sólo me ha regalado lesiones, me fijé en una conversación que tenían varias compañeras de clase que se encontraban a un lado de la cancha. Hablaban sobre un club al que hacían llamar: "el club del beso". En ese momento me pareció un club maravilloso al que quería pertenecer y más al venir de los labios de la que era mi musa infantil. Tan inocente que éramos… al menos yo, claro.
La curiosidad pronto se apoderó de mí y decidí averiguar que era todo aquello. Cómo podría entrar a formar parte de un club tan especial y didáctico. Así que fui a la fuente más fiable del momento, el tertuliano de hoy encarnado en un niño de nueve años, Manuel Antonio. Y no me defraudó…

-Lo siento pero no me creo que en la mierda de la librería de Don Celestino esté el "club del beso". Además ese tío sólo besaría al Caudillo si lo tuviera delante, le dije contestando al informador con el mismo vacilón con el que yo creía que me pagaba.

-Tío no seas ingenuo -sí, ya sé que parecen dos adultos charlando, pero es lo que tiene la memoria, que modifica algunos recuerdos… además de que éramos bastante maduros para tener sólo nueve años para diez- no van a dejar entrar al club a todo el mundo. Ese tipo, es como si dijéramos, el guardián del club. El dragón que custodia a las princesas de los cuentos. Además, no viste nada porque es en el sótano. Vete a media tarde y directo al sótano. Si te dice algo dile que te manda Manuel Antonio.

Al cabo de unos días me armé de valor y dirigí mis pasos al sótano de la vieja librería "El caballero de la triste figura". Entré, seguro de mi mismo y se interpuso en mi camino el enano dragón de camisa azul cielo sin mediar palabra. Silencio, duelo de miradas y suelto con titubeos: me manda Manuel Antonio.

-Coño con el niño maricón, otra vez mandando a gilipoyas. Pareces educado, ¿tú padre no habrá votado NO A LA OTAN verdad?
Agaché la cabeza y lo esquivé llegando hasta la puerta que comunicaba con el sótano. Me aventuré escalones abajo soñando con un mundo nuevo y mágico cargado de besos.

La estancia que me encontré fue una extraña composición. Por un lado estaban cuatro chicas de mi clase, las de mayor standing, Manuel Antonio y mi enemigo el señor S (omitiré su nombre por si se le ocurre tomar acciones legales) con el que mantenía una dura pugna en futbol. Y en el medio de ellos una señora de la alta sociedad muy, muy, muy venida a menos. Pensándolo mejor quizá fuera de la alta sociedad en otra vida.

Se trataba de la señora de Don Celestino, que era algo así como la gobernadora de todo lo que ocurría en el sótano. Doña Agustina -alias Doña Croqueta- era una romántica empedernida. También consumidora asidua de fármacos varios y novelas rosa a partes iguales. Había creado "el club del beso" para, según sus palabras: "…los chiquillos tengan un lugar en el que soltar tensiones a base de lengüetazos. Un rincón de desinhibición en el que darse el lote, morrearse o mojar lengua, como se quiera llamar…". Decía a menudo como si de un slogan publicitario se tratara.

Allí las normas eran directas y sencillas. Mientras Doña Croqueta leía algunos pasajes de su lista interminable de libros de ñoñerías, se acercaban unos a otros para darse un rápido piquito austero.

Auspiciaba la ceremonia desde una silla de mimbre, junto a unos libros apilados que hacían las veces de mesita para su ginebra con clipper de limón. Entre los libros, nunca olvidaré una serie de títulos que cambiaron mi vida a partir de ahí: El amor no es un juego, Una mujer inaccesible  o numerosas obras de Corín Tellado. Pero por encima de todos destacaba la obra que guiaba a la señora de la fritura: Regreso al hogar, de su idolatrada Danielle Steel. Esta obra la escuché durante todo el curso de cuarto de EGB de su viva voz. Como si estuviera en misa, seleccionaba pasajes o capítulos según fuera el caso.

A su alrededor, y bajo el manto de una penumbra que motivaba al descaro, dí mi primer beso. Ese día de iniciación nunca lo olvidaré. Me sentía como mi héroe de aquel entonces -Super López-, con energía suficiente como para cambiar el mundo (un mundo de nueve años, repito). Me senté junto a mi musa y amada en silencio. Al otro lado "S", incordiando como siempre. Siendo mi prueba de fuego no podía fallar. Me acerque con los ojos cerrados y le solté un beso a la piba que me supo a gloria. Al día siguiente Manuel Antonio (quién si no) me contó que ella se había movido y le había depositado un casto beso en la ceja izquierda. Pero aún así fue maravilloso.

La sesión duro unos escasos cincuenta minutos. Lecturas de la gurú Steel sin ningún orden, unas cuantas estupideces sobre como conquistar a un hombre de verdad y nos echaron de allí con un simple: ya está bien, lárguense a molestar a sus casas.

Ese mismo año el "Club del beso" se convirtió en el centro de mi vida. Llevaba un recuento de besos en la contraportada de mi libreta de religión. Si supiera el Padre Enrique de que se trataban los cálculos no creo que me hubiera seguido tratando como a un crío, pensaba yo cuando me echaba de clase por cuestionar si Dios está en todas partes…

Los cálculos aún los conservo:
- 37 sesiones.
- 1 beso en la ceja.
- 103 besos.
- 3 intentos de beso de Manuel Antonio.
- 1 tocada de culo de Manuel Antonio.

Pronto, el club del beso comenzó a ganar fama entre los alumnos de mi edad. Pero los miembros iniciales seleccionaban con mimo a los miembros. Debían ser guapos y populares, o por el contrario debería existir alguna atracción por parte de alguno de nosotros. Esta norma se la sacó de la manga la Sra. Croqueta. Así fue como entendí que Manuel Antonio me invitó a participar.

En los buenos tiempos llegamos a ser ocho personas. Sin contar a la oficiosa anfitriona. Besos cada vez más perfectos. Risas y vaciles continuos a Doña Croqueta. Incluso en navidad nos permitimos probar un sorbo del repugnante brebaje que activaba la lengua de la gran dama. Éramos los miembros del club de niños de nueve años más elegante de la ciudad. Nos sentíamos unos afortunados hasta que llego el día temido.

Manuel Antonio debió cambiar de colegio al final de ese curso y fue el fatal preludio de lo que inevitablemente sucedería durante el verano. Aquel gnomo con escasa vocación de librero cerraba las puertas del paraíso a un grupo selecto de afortunados. Su jubilación precipitó el final del ciclo más húmedo de nuestras vidas. Ya nada volvería a ser igual.


Por mi parte, prometí estúpidamente no leer jamás a Cervantes… que culpa tendría él me pregunto yo ahora. Aún hoy paso por la manzana dónde antes hubo una librería de mierda que en su interior ocultó el más bonito club y me parece oír a la gran Croqueta en una lejana letanía temporal… "déjalos entrar Celestino, los chiquillos necesitan tener un lugar en el que soltar tensiones a base de lengüetazos"…

Trinidad. Cuba. 2012
La Isla sin Camarón
Pd: como no tengo a mano ninguna foto de mi infancia. Les adjunto una mía a caballo simbolizando como nos vamos alejando sin darnos cuenta de la infancia y los sueños de niñez, y bla bla bla.