miércoles, 24 de abril de 2013

Vivir escribiendo


El escritor sintió un fuerte dolor en el brazo derecho, seguido de una aguda punzada en el corazón. Cayó al suelo mientras entre gemidos se retorcía de angustia. Hacía bastante tiempo que los médicos trataban de prevenir un trágico final advirtiéndole en numerosas ocasiones. Pero siempre fue de buen comer y tenía muy claro como pensaba disfrutar de su vida.

Al abrir lo ojos, un suntuoso salón hacía las delicias de los invitados. Sintió como si algo le estuviera empujando hasta traspasar el amplio marco de entrada.

Una vez dentro, se produjo un silencio sepulcral. El numeroso público que lo rodeaba se quedó instantáneamente expectante clavando sus miradas sobre él. Se sintió paralizado unos momentos cuestionando que fiesta era esta. Y le invadió un extraño sentimiento de familiaridad con toda aquella gente, como si de alguna manera conociera bien a cada uno de ellos. Se contaban por centenas.

Al momento, un caballero de avanzada edad se le acercó a su derecha y, con una voz que invitaba a seguirlo hasta el fin del mundo, lo saludó cortésmente. Parecía conocerlo bien.

Muy buenas, contestó completamente desorientado. ¿Dónde estoy?, ¿Quiénes son todos ustedes?, ¿Cómo he llegado hasta aquí?... Tratando de entender, lanzaba preguntas atropelladas sin dar tiempo a réplica por parte del caballero que le miraba, a su derecha, con paciencia.

Cálmese, está en el lugar mejor que pueda imaginar. Toda esta gente ha venido hasta aquí por usted, al igual que yo.

¿Cómo dice…?, no entiendo. Respondió el escritor tratando de unir piezas.

Así es, todos están aquí para homenajearlo; a fin de cuentas ha sido usted quien los ha creado. Y seguramente, si cierra los ojos sabrá incluso quien soy yo.

El escritor, tomándose unos minutos para asimilar la situación, comenzó a fijar su mirada en la gente que, aún en silencio, le rodeaba. Advirtió como en primera fila se encontraba la señora Marquesa que había protagonizado un pequeño relato de su juventud, lo supo por su aspecto y por estar junto a un elegante mastín que la protegía.

Así fue, poco a poco, reconociendo a todos los presentes, empezando por los niños mágicos de sus cuentos en la isla de San Borondón, tal y como los había imaginado. Se topó con personajes que ya casi había olvidado a lo largo de una vida de escritura; y así fue como uno por uno se fue reencontrando con ellos: el señor Valentín (el quesero, si no recordaba mal), la tierna niña de los rizos de oro y ojos color verde helecho, al viejo encofrador que helaba con su profunda mirada, al bueno de Pedro Curbelo, el denigrado boxeador cubano, el saxofonista, al príncipe y la corista, y hasta los hermanos Martín, amigos de lo ajeno.
Cuando hubo reconocido a muchos de ellos se detuvo, queriendo saber quien era la persona con la que hablaba. Esta le dijo que cerrara los ojos y se imaginara alguna de sus novelas. No precisó mayor ayuda. Se trataba del narrador que tantas veces había estado en su cabeza, colaborando, letra a letra, a componer las más variopintas historias. Su más fiel aliado, con el que mantuvo no pocas  discusiones a lo largo de su carrera literaria.

El narrador, sabiendo que ya le había reconocido, y conociendo la confianza que en él depositaba, le susurro:

<<Tienes la oportunidad de volver, y seguir creando un maravilloso universo de personajes e historias de las que algún día disfrutarás. Pero no hoy>>

El escritor, de un sobresalto abrió los ojos despertando en una camilla de hospital. Únicamente deseaba tener a mano un papel y regresar a vivir escribiendo.





Jardín botánico Viera y Clavijo.
Febrero 2012. La Isla sin Camarón