La chica que observa el mar desde su casa del Malecón. |
En la cocina, la losa acumulada
desde hace una semana certifica la defunción de mi voluntad de estar
socialmente activa. El olor a café quemado en los bordes del camping gas, unido
al hermetismo de la estancia repelen cualquier intento de acercamiento.
En mi cabeza, se sacuden ideas
macabras aleatoriamente junto a fogonazos de energía muy cortos. Gotitas de
positivismo que me intentan mover del sofá pero que lo único que esperan de mí es converitrme en
otra persona diferente. Sueño con conocer otro mundo, colarme en una vida de
colores y que nadie me vuelva a juzgar. Introducirme en cuerpos desconocidos de
gente anónima que sale a comprar el pan y sonríe al hablar.
Diez veces por segundo instalo
las cortinas en mi mente, culpándome a mí de mi destino, pero sintiendo que la
culpa es de los demás. Nunca me entendieron. De qué sirve toda esta vida, qué motivos
tengo yo para empujar este estúpido cuerpo si a nadie le intereso.
Durante horas cambio de canales
sin rumbo y con el volumen al cero. No recuerdo que es lo que quiero ver o a lo mejor es
que no hay nada que esté hecho para mí. Tan horrible, que esté hecho para gustarle a una chica como
yo.
El martilleo se difumina, hasta
convertirse en un molesto aleteo incesante que deja prioridad a las náuseas y
ganas de vomitar. Ahora sólo quiero desaparecer, ya no pretendo ser nada mejor
que ser nada. Me tapo con una manta gris hasta la nariz deseando que ni yo
misma consiga localizarme. No merezco que nadie sepa que existo, no me quiero, no me
reconozco, me odio. Me odio. Me odio.
Con alevosía la
oscuridad va apagando la poca luz que ilumina mi salón. Los sonidos de la noche se cuelan
por la ranura de la llave, por los poros de mi casa que aunque lo intente no
consiguen aislarme del mundo.
Me duermo a ratos, deseando no volver a esta vida. Sólo veo oscuridad en mis sueños. Caminos infinitos.
Océanos profundos, risas que se burlan de mí y ojos que me miran juzgándome.
De pronto, el dolor cesa. De mi
cabeza desciende agua tibia que relaja mi ceño. Mi boca decide sonreír sin permiso. Los muros de mi casa se derriten cómo si la primavera besara sus
cimientos para que despierte de un letargo absurdo. Todo se transforma a gran velocidad. Aprieto la manta a
modo de escudo con mis puños, buscando atemorizada una explicación. Pero ya no
hay vuelta atrás. Oigo las olas del malecón rugir a los escasos 10 metros de mi
casa. Esos 10 metros que hace horas eran infinitos.
Me incorporo grácilmente,
asombrada por mi vitalidad. El sol encandila mi piel, ya no olfateo el café
requemado de la cocina. Por mis fosas nasales entra olor a musgo, salud, vida,
arena, cielo, paz.
Mis primeros pasos los doy
vacilante hasta que me giro y veo que mis huellas son profundas, cargadas de
arco iris. Mi alma se convierte en una fuente de aire que oxigena todo lo que
me rodea. Paladeo el sabor de estar viva y despego.
Ya no veo lagunas laberínticas,
ya no estoy sola.
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