Viernes, 20 de noviembre, 7:27 de
la mañana. Despierto con la meliflua
melodía que tiene mi móvil. Una posición indescifrable entre el jazz y una
banda sonora etérea en una escena
después de una gran batalla, de la calma claro. El que compuso esta maravilla
debería de ser rico pero sospecho que no es así. Sospecho que morirá y lo más
grande que creerá haber logrado será trabajar para Samsung en un diminuto
despacho de Tokio o Toronto.
En la sobremesa me doy cuenta de
lo efímero de un día, lo tristemente
veloz de la vida y lo difícil que resulta exprimirla a pesar de haberlo
intentado acotándola en horas, minutos, segundos y hasta milésimas. Podemos
incluso leer el tiempo en granos de arena pero no somos capaces de licuarlo
parándolo o siquiera ralentizarlo.
A media tarde, aprovecho para
encender mi portátil mientras un barco me mueve sin yo hacer ningún esfuerzo
hasta la vecina isla de Tenerife. Supongo que para alguien de hace un siglo
sería un hecho inefable y
discutiblemente creíble.
A mi lado me ataca la serendipia al comprobar cómo mi musa
"medita con los ojos cerrados". Descuido mi elocuencia literaria al despertar mi limerencia su imagen tranquila. A su habitual mareo lo venció
Morfeo.
Rescato los pensamientos de la
sobremesa, y siento profundamente que moriría por grabar este momento, por
guardar el mar en mi cabeza, por revivir esta secuencia dentro de décadas,
porque la belleza de ella y el mar sean inmarcesibles.
Por saber que lo que ahora disfruto pueda volver a ponerlo en liza cuando más
lo necesite.
Apoyado en la ventana observo
cómo cae el atardecer. El sol juega con ventaja y se va sumergiendo en silencio
bajo el Atlántico, el arrebol del
cielo va dejando en mi retina una iridiscencia
que ya sé que no podré atrapar. Otra puesta que se quedará en el olvido, que
pasará al principio de un libro que no seré capaz de volver a leer. Me giro y
la vuelvo a mirar, acostada, tranquila e inconsciente de la lucha de contradicciones
que entretienen mi viaje.
El sol acaba por desaparecer y
pienso lo lejos que parece ahora la mañana. Son las 6:58 de la tarde y parece
que las 7:27 pertenecen a otra vida. A un lugar en el que las cosas arden con
rapidez y no se rescata nada. Me descorazono en mi butaca y decido ver la película
que proyectan; Tom Cruise jugando al béisbol hará que la cabeza deje de dar
vueltas.
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