A orillas de ninguna parte emergió,
entre 7 saltos de mata. A medio camino del trópico que paladea los idílicos
climas encontrados. Envuelta en un manto oceánico situó estratégicamente uno de
sus puntos cardinales.
Besando el mar en cada latido, el
océano acabó por envolver sus calles con ternura. En todas direcciones hay
vida, sientes libertad a pesar de los límites geográficos y el asfalto... La
ciudad del mar. Así es como la conocían marineros y comerciantes que durante
siglos y en trayectos hacia el nuevo continente hacían un alto para hacer
cuenta de víveres…
Y así creció, al amparo del estraperlo,
del trueque cambuyonero; de las influencias y conexiones culturales y cíclicas;
del amor y el odio metropolitano; de vida que rebosa desde el istmo hasta el
corazón de sus habitantes.
Al menos así la soñé, o esa es la
imagen que conservé hasta que la conocí. Andando con paso seguro, aire
misterioso y colmillos afilados. Sentada en una de esas tertulias de café que
una época frecuenté aprendí su nombre.
Conocí en ese café su rabiosa
forma de llevar siempre la contraria por principios. Afición al inconformismo
que la llevó a no estar de acuerdo consigo misma si era preciso para la causa.
Desde ese día, mantuvimos una relación de amistad fijo-discontinua. Sin sentir
jamás molestia alguna, pero sin que ninguno de los dos demostrara un afecto
especial.
Nos cruzábamos y sonreíamos
mientras entre banalidades me daba la sensación de que nos admirábamos
mutuamente. Llegué a pensar que era un privilegiado, no recuerdo que me
rebatiera, por lo que entiendo que se sentía bien conmigo.
Empeñada en cabalgar a lomos de
la contracultura, buscando su sitio en el mundo llegó a danzar por la bohemia,
el romanticismo, alinearse a las ideologías hippies nostálgicas, bailar música
bacalao, probar diversas adicciones nocivas, tantear la cultura vegetariana y
macrobiótica y hasta flirtear con la cultura punk. Se podrían escribir varias
novelas de su personaje pero pecaría de sobreactuado… no lo veo cómo un
superventas.
Pasó el tiempo y continuamos
igual. Pero distanciando cada vez más nuestros encuentros fortuitos. Por unos
años creí que se la habría tragado la tierra. Aunque si me lo planteaba bien
podría ser, viniendo de ella, que se hubiera alistado a los boinas azules,
ingresado en una secta o estuviera haciendo macramé en Bolivia… cualquier cosa
era posible viniendo de ella. Tenía todas las papeletas para que nunca fuera
administrativa (con todos mis respetos para esos nobles currantes).
Hoy, después de muchos años
apareció cayó del cielo. Con el brillo que siempre tuvo y con casi 20 años más
que la primera vez que la vi. Sonreía con esa luminosidad que mi ciudad regala a
su antojo, a esos seres que elige con vehemencia.
Cargaba una mochila con libros
viejos. Me dio un beso con un largo abrazo. Otra vez me quedé callado, como los
últimos veinte años sigue siendo una persona singular y mantiene el manto de
aura mágica. Parece insensible a banalidades y prejuicios. Se erosiona, transforma
y muda piel. Cambia de estado, pero en el fondo sigue siendo la misma. Igual
que la ciudad del mar.
Con energía me dijo, cómo desde
hace veinte años, que éramos hermanos. Me trató con cariño y sentí que volvía a
nacer de nuevo como si fuera una mariposa.
Ahora vuelve y no es para
quedarse, sólo está de paso. Hablamos y habló. Idas y venidas, de amor y odio,
de influencias y conexiones culturales en su trayecto vital por estos mundos. Y
recordé que ella es fruto del crisol maravilloso de mi ciudad. Que mi ciudad la
ilumina cada vez que la ve. Que la ciudad late con el mar, y con gente como
ella.
Y pensé que con ella el amor se
escribe con hache. Con hache de hermana.