A unas manzanas de mi colegio se
cruzó en mi tierno destino un lugar mágico de los que sólo se ven en los
cuentos. Un extraño día me adentré en "El caballero de la triste
figura", librería que por su aspecto es posible que la hubiera puesto en
pié el propio Cervantes.
La primera impresión, tras cruzar
su estúpida puerta averiada, no pudo ser peor. Entre libros desordenados ,
polvo y escasa iluminación se encontraba, tras un diminuto pasillo recargado de
novelas de aventuras, atlas del mundo y libros de Carl Sagan apilados
debatiendo las leyes de la gravedad, un desaliñado mostrador del que a modo de
altar emergía un bajito pero carismático dependiente.
Pidiendo explicaciones con un inexplicable
lenguaje gestual acerca de qué coño hacías en su establecimiento, mantenía un atractivo
duelo de miradas. Parecía probar a cada visitante para saber si era lo
suficientemente duro como para entrar en su establecimiento. Como al tiempo
supe, este malas pulgas diminuto era el dueño y señor de aquel extraño espacio.
Se trataba de un antiguo mando de las falanges aferrado a los tiempos de la
opresión franquista. Su nombre, Don Celestino, poco o nada tenía de ver con su
carácter. Tenía una cara redonda y carnosa, algo enrojecida, y unas horribles
gafas que no conseguían disimular unos ojos bañados en odio. Su ropa era
sencilla y siempre tuve la sensación de que sólo tenía una camisa con la que
vestía a diario; una deslucida prenda azul cielo de blancos botones muy
parecida a la que utilizaban los barberos en aquel tiempo.
Tras ver el panorama, en mi
primera incursión, decidí que no entraría más en aquella cueva en la que
habitaba un auténtico ogro. O eso pensaba yo.
Unos meses después, en el
habitual recreo que yo malgastaba jugando a un deporte que sólo me ha regalado
lesiones, me fijé en una conversación que tenían varias compañeras de clase que
se encontraban a un lado de la cancha. Hablaban sobre un club al que hacían
llamar: "el club del beso". En ese momento me pareció un club maravilloso
al que quería pertenecer y más al venir de los labios de la que era mi musa
infantil. Tan inocente que éramos… al menos yo, claro.
La curiosidad pronto se apoderó
de mí y decidí averiguar que era todo aquello. Cómo podría entrar a formar
parte de un club tan especial y didáctico. Así que fui a la fuente más fiable
del momento, el tertuliano de hoy encarnado en un niño de nueve años, Manuel Antonio.
Y no me defraudó…
-Lo siento pero no me creo que en
la mierda de la librería de Don Celestino esté el "club del beso".
Además ese tío sólo besaría al Caudillo si lo tuviera delante, le dije
contestando al informador con el mismo vacilón con el que yo creía que me
pagaba.
-Tío no seas ingenuo -sí, ya sé
que parecen dos adultos charlando, pero es lo que tiene la memoria, que
modifica algunos recuerdos… además de que éramos bastante maduros para tener
sólo nueve años para diez- no van a dejar entrar al club a todo el mundo. Ese
tipo, es como si dijéramos, el guardián del club. El dragón que custodia a las
princesas de los cuentos. Además, no viste nada porque es en el sótano. Vete a
media tarde y directo al sótano. Si te dice algo dile que te manda Manuel Antonio.
Al cabo de unos días me armé de valor
y dirigí mis pasos al sótano de la vieja librería "El caballero de la
triste figura". Entré, seguro de mi mismo y se interpuso en mi camino el
enano dragón de camisa azul cielo sin mediar palabra. Silencio, duelo de
miradas y suelto con titubeos: me manda Manuel Antonio.
-Coño con el niño maricón, otra
vez mandando a gilipoyas. Pareces educado, ¿tú padre no habrá votado NO A LA OTAN verdad?
Agaché la cabeza y lo esquivé
llegando hasta la puerta que comunicaba con el sótano. Me aventuré escalones
abajo soñando con un mundo nuevo y mágico cargado de besos.
La estancia que me encontré fue
una extraña composición. Por un lado estaban cuatro chicas de mi clase, las de
mayor standing, Manuel Antonio y mi enemigo el señor S (omitiré su nombre por
si se le ocurre tomar acciones legales) con el que mantenía una dura pugna en
futbol. Y en el medio de ellos una señora de la alta sociedad muy, muy, muy
venida a menos. Pensándolo mejor quizá fuera de la alta sociedad en otra vida.
Se trataba de la señora de Don
Celestino, que era algo así como la gobernadora de todo lo que ocurría en el
sótano. Doña Agustina -alias Doña Croqueta- era una romántica empedernida.
También consumidora asidua de fármacos varios y novelas rosa a partes iguales.
Había creado "el club del beso"
para, según sus palabras: "…los chiquillos tengan un lugar en el que
soltar tensiones a base de lengüetazos. Un rincón de desinhibición en el que
darse el lote, morrearse o mojar lengua, como se quiera llamar…". Decía a
menudo como si de un slogan publicitario se tratara.
Allí las normas eran directas y sencillas.
Mientras Doña Croqueta leía algunos pasajes de su lista interminable de libros
de ñoñerías, se acercaban unos a otros para darse un rápido piquito austero.
Auspiciaba la ceremonia desde una
silla de mimbre, junto a unos libros apilados que hacían las veces de mesita
para su ginebra con clipper de limón. Entre los libros, nunca olvidaré una
serie de títulos que cambiaron mi vida a partir de ahí: El amor no es un juego,
Una mujer inaccesible o numerosas obras
de Corín Tellado. Pero por encima de todos destacaba la obra que guiaba a la señora de la fritura: Regreso al hogar, de
su idolatrada Danielle Steel. Esta obra la escuché durante todo el curso de
cuarto de EGB de su viva voz. Como si estuviera en misa, seleccionaba pasajes o
capítulos según fuera el caso.
A su alrededor, y bajo el manto
de una penumbra que motivaba al descaro, dí mi primer beso. Ese día de
iniciación nunca lo olvidaré. Me sentía como mi héroe de aquel entonces -Super
López-, con energía suficiente como para cambiar el mundo (un mundo de nueve
años, repito). Me senté junto a mi musa y amada en silencio. Al otro lado
"S", incordiando como siempre. Siendo mi prueba de fuego no podía
fallar. Me acerque con los ojos cerrados y le solté un beso a la piba que me
supo a gloria. Al día siguiente Manuel Antonio (quién si no) me contó que ella
se había movido y le había depositado un casto beso en la ceja izquierda. Pero
aún así fue maravilloso.
La sesión duro unos escasos
cincuenta minutos. Lecturas de la gurú Steel sin ningún orden, unas cuantas estupideces
sobre como conquistar a un hombre de verdad y nos echaron de allí con un
simple: ya está bien, lárguense a molestar a sus casas.
Ese mismo año el "Club del
beso" se convirtió en el centro de mi vida. Llevaba un recuento de besos
en la contraportada de mi libreta de religión. Si supiera el Padre Enrique de
que se trataban los cálculos no creo que me hubiera seguido tratando como a un
crío, pensaba yo cuando me echaba de clase por cuestionar si Dios está en todas
partes…
Los cálculos aún los conservo:
- 37 sesiones.
- 1 beso en la ceja.
- 103 besos.
- 3 intentos de beso de Manuel Antonio.
- 1 tocada de culo de Manuel Antonio.
Pronto, el club del beso comenzó
a ganar fama entre los alumnos de mi edad. Pero los miembros iniciales
seleccionaban con mimo a los miembros. Debían ser guapos y populares, o por el
contrario debería existir alguna atracción por parte de alguno de nosotros.
Esta norma se la sacó de la manga la Sra. Croqueta. Así fue como entendí que Manuel Antonio me invitó a participar.
En los buenos tiempos llegamos a
ser ocho personas. Sin contar a la oficiosa anfitriona. Besos cada vez más
perfectos. Risas y vaciles continuos a Doña Croqueta. Incluso en navidad nos
permitimos probar un sorbo del repugnante brebaje que activaba la lengua de la
gran dama. Éramos los miembros del club de niños de nueve años más elegante de
la ciudad. Nos sentíamos unos afortunados hasta que llego el día temido.
Manuel Antonio debió cambiar de
colegio al final de ese curso y fue el fatal preludio de lo que inevitablemente
sucedería durante el verano. Aquel gnomo con escasa vocación de librero cerraba
las puertas del paraíso a un grupo selecto de afortunados. Su jubilación
precipitó el final del ciclo más húmedo de nuestras vidas. Ya nada volvería a
ser igual.
Por mi parte, prometí
estúpidamente no leer jamás a Cervantes… que culpa tendría él me pregunto yo
ahora. Aún hoy paso por la manzana dónde antes hubo una librería de mierda que
en su interior ocultó el más bonito club y me parece oír a la gran Croqueta en
una lejana letanía temporal… "déjalos
entrar Celestino, los chiquillos necesitan tener un lugar en el que soltar
tensiones a base de lengüetazos"…
Trinidad. Cuba. 2012 La Isla sin Camarón |
Pd: como no tengo a mano ninguna foto de mi infancia. Les adjunto una mía a caballo simbolizando como nos vamos alejando sin darnos cuenta de la infancia y los sueños de niñez, y bla bla bla.