En las inmediaciones de la “Casa de la música”, en la
ciudad colonial de la Habana, se agolpan a diario asistentes ansiosos de pasar
la noche en un mítico local cubano. En la cola de espera, se entremezclan
bailarines locales, turistas, jineteras o cualquiera que con un poco de ingenio
acostumbre a sacarle unos pesos al cándido extranjero de turno.
Los porteros, cómplices del paralelo negocio callejero,
ralentizan el paso de los asistentes al local, sobretodo si estos son extranjeros.
Así mismo, ofrecen entradas preferentes sin necesidad de esperar… a cambio,
claro está, de una comisión económica en mano. Cualquier rasgo inequívoco de titubeo,
es aprovechado con pericia por un auténtico habanero.
Entre esta corte de personajes ambiguos, llamó mi atención
un joven mulato. Éste, se acercó hasta mi posición, seguro de su imponente
porte y labia caribeña. Y en una forzada pero amable conversación, me abordó. Se trataba, según alegaba, de una joven promesa deportiva que ese mismo
verano del 2012, quedó excluido de la selección nacional debido a una
inoportuna lesión, causada en una disputa callejera.
En su tabique destrozado no escondía las evidencias, más
que notorias, que apoyaban su versión como profesional del boxeo. La acompañó,
explicándome el lugar donde se produjo dicha lesión; una de las falanges de
su mano derecha. Visiblemente deformada con respecto al resto.
Ahora, repudiado por la selección olímpica del deporte
nacional por antonomasia, debido a su indisciplina, se ganaba la vida como
podía. En ocasiones, manejando un taxi ilegal o, en otras (tal y como me temía desde el saludo inicial), utilizando su ingenio y
encanto... A partir de entonces,
como todo cubano, debería luchar por sus cuartos fuera del ring.
La conversación se alargó por momentos, en ocasiones
también yo me sinceré, pues ya no le sentía un extraño. Hasta que, de improviso,
el portero de la “Casa de la Música” debió percatarse de que; no le iba a
comprar una entrada preferente; no estaba atento a las jóvenes que rondaban la
zona; era evidente que había perdido esa candidez de extranjero novato; y decidió
que ya no debía hacer más tiempo cola.
En pocos segundos, el boxeador degradado se apresuró. Dijo
su nombre, trató de vender unos auténticos
puros habano, y se despidió, apretando enérgicamente con sus manos la mía, débil
y blanquita en comparación. Ahí se disipó cualquier duda que pudiera albergar
aún entorno a su profesión.
Hoy en día, no recuerdo su nombre, y a duras penas podría
dibujar su cara, pero me gusta pensar que en el verano de las “Olimpiadas de
Londres” del 2012, en el que Roniel Iglesias consiguió el oro en boxeo para Cuba, yo conocí a quién pudo haber
sido el héroe nacional del momento. El héroe nacional de un deporte que en Cuba,
es casi religión.
Vedado, la Habana. Agosto 2012. La isla sin Camarón. |